Redacción

Colección de artículos recibidos.

Hombres mirando su vida

Por NORBERTO INDA. Psicólogo.

Los chicos opinan sobre sus derechos
Suplemento Clarín Mujer, 8 de agosto de 2000


"Nueva patología de pareja: mujeres fuertes, varones... no tanto"
Frágil, frágil como marido posmoderno
Por Norberto Inda

Diario página 12, 1998

"El desafío de ser Padre"
Revista Viva, Domingo 11 de junio de 2000.

"La amistad versus el poder"
Por Dardo Scavino
Publicado en el suplemento Cultura y Nación de Clarín, el 25 de abril de 1999.

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TENDENCIAS
Hombres mirando su vida
A partir del cambio del lugar social de las mujeres, los varones comienzan a cuestionarse también por su propio rol · Ellos ven pocas ventajas en un modelo tradicional tan exigente como empobrecedor.

NORBERTO INDA. Psicólogo.

Que la revolución feminista y los estudios de la mujer han producido una revolución que conmovió el paradigma de los vínculos humanos ya nadie podría desmentirlo. La deconstrucción de las categorías de opresión por las cuales el género masculino se adjudicó durante siglos la primacía del saber, poder y decisión nos benefició a todos: mujeres y varones.

La lucha contra la desigualdad de género debe sostenerse, particularmente, en los países no centrales donde subsisten muchas inequidades —económicas, culturales, raciales, etcétera— junto a las que dividen a mujeres y varones. Pareciera que una constante transhistórica es transformar las diferencias en desigualdades. Una manera del desconocimiento del otro es transformarlo en un semejante devaluado, es decir, avasallar su singularidad.

Pero es indudable también el avance de la posición de la mujer en múltiples esferas: basta visualizar el incremento asombroso de la currícula femenina en carreras universitarias, el acceso masivo al mercado laboral, la presencia femenina en los fueros judicial, legislativo, educativo, en fin, basta mirar alrededor para comprobar el giro fundamental de la posición de la mujer.

Cuando un elemento de un vínculo cambia —la mujer— todo el sistema se ve conmovido. El varón debió replantear absolutamente su lugar, dado que, como en toda estructura relacional, cada término se define en relación al resto. Pues bien, las mujeres ya no son lo que eran. ¿Y los varones?. Mal, gracias. Y digo mal, porque para muchos varones, el cambio de la posición de la mujer implicó una disminución de su poder real o imaginario. Implicó un necesario reconocimiento de sus aspectos frágiles, desvalidos, habitualmente proyectados en la mujer. Implicó tener que pedir, compartir, negociar. Implicó no ser el dueño de la sexualidad, ni del saber. Estos valores implicaron, durante siglos, fuertes apuntalamientos en la autoestima varonil. Construyeron la identidad del ser humano hegemónico, del sexo dominante.

Pero también, el sostenimiento de aquellos valores ligados a la potencia, al saber, a la indestructibilidad fueron fuente de una gigantesca exigencia para los varones, toda vez que sostener la identidad era acercarse a esos ideales.

En un trabajo que titulé: "Un vínculo frecuente: Mujeres fuertes-hombres fragilizados", estudié una consulta que se repite: la de parejas conformadas por mujeres emprendedoras, activas, con características innovadoras. Y de varones más resistentes a la revisión de sus mitologías masculinas, apegados a formatos conocidos, desubicados y perplejos con respecto a esas mujeres. Como inaugurando una nueva asimetría: alguien fuerte se destaca por sobre un débil. Un cambio de papeles para el mismo argumento.

Hace días, este diario publicó que Doris Lessing, importante autora y feminista, proclamaba: "Hoy, mujeres estúpidas e ignorantes pueden insultar a hombres mejores que ellas sin que se presente la más mínima protesta". Además de señalar un hecho cierto, en el sentido de cierta culpabilización imputada a los varones por el sólo hecho de serlo, seguía nuestra autora"... el desprecio automático en la confrontación con los hombres se convirtió en parte de nuestra cultura".

No está de más aclarar que la autora habla de países desarrollados cuya realidad dista bastante de la nuestra. Nosotros, además de desocupación, impunidad e injusticia, tenemos una realidad en que el "machismo" no sólo fue —es— un nombre. También marcó comportamientos, expectativas y configuraciones vinculares. Me parece que calificar a las mujeres de estúpidas e ignorantes debilita una cuestión compleja reduciéndola a un juego de buenos y malos. Víctimas y victimarios. Demonizar a las mujeres, suena a una estrategia vieja e inútil. Ya fueron tratadas como santas, brujas, prostitutas... Cuando algo no se conoce se le coloca un adjetivo descalificativo o se lo coloca en una posición subordinada.



Los males del sexismo

Otro peligro es hablar en general: "las mujeres" o "los hombres", sin correlacionarlos con variables como edad, clase social, religión, etnia, elección sexual, etcétera. Que haya hombres que, frente a mujeres que reclaman sus derechos apelen a la violencia para recuperar privilegios perdidos; otros que frente a mujeres que se subjetivizan por cuenta propia huyan despavoridos u otros que se impotenticen porque no toleran la sexualidad de mujeres que saben de su propio goce, no permite transformaciones.

De la misma forma, que haya mujeres "estúpidas", como dice Lessing, que estigmaticen a los hombres que no corresponden al modelo del supermacho, o que le sigan reclamando a los hombres ser los superdotados del sexo, o que, a pesar de los reclamos permanentes por la igualdad, supongan que son los hombres los que pagan, no habilita tratar a todas de "ignorantes". Junto con estas recaídas en lo más tradicional que conformó nuestras cabezas están también los y las que, progresivamente, se van dando cuenta que el sexismo nos hizo mal. Ese reparto implicó que por ser hombre hay que competir, sobresalir, pelear, conquistar, prepotear. O que, por ser mujer, hay que ser madre, dulce, intuitiva, pasiva o ingenua. Este sexismo de las habilidades nos amputa como personas. Y esto no implica desconocer las diferencias, la singularidad de cada uno. Todo lo contrario, esto significa que no hay esencias previas a la experiencia. Que somos resultado de construcciones histórico-sociales, de convenciones que fueron pautando "lo que es propio de" mujeres y varones. Ideales estereotipados a los que quedamos sometidos como si fueran una verdad revelada. Por cierto que hay situaciones de opresión que juegan algunos varones contra mujeres y de avasallamiento de algunas mujeres sobre varones. Tácticas de poder que se autolegitiman.

Pero de ahí a creer que son los varones el enemigo del que deben cuidarse las mujeres o, a la inversa es, al menos, una mirada más que parcial e ideológica. En general es producto del desconocimiento propio y ajeno. La guerra de los sexos no debería hacernos olvidar que no se trata de que los soldados son malos, sino las potencias las que dirimen sus intereses. Si de buscar enemigos se trata, habría que abrir los ojos sobre todo un sistema de nominación y de prácticas que se vuelven naturalizadas. Hábitos en automático. Como cuando apelamos al "instinto maternal" y, desde esa posición ideológica, concluimos que sólo las madres cuidan bien a sus hijos. O que los hombres no lloran.

Coincido sí con Lessing en la imprescindible toma de conciencia por parte de los varones de su situación actual. También, que la definición de sí a partir de lo establecido hace agua por todos lados y perjudica a ellas y a ellos. Las mujeres, desde hace tiempo están protagonizando una revolución: la del pasaje de objetos a sujetos plenos. Todavía no ha ocurrido lo mismo con los varones. Es cierto que en algunos países centrales (EE.UU., Canadá, Gran Bretaña, Escandinavia, etcétera), sí existen movimientos de varones en pro de otras formas de masculinidad y también se incorporan a la academia estudios importantes que deconstruyen la posición de los varones y de las creencias que sostienen el mito del privilegio masculino. Pero esto dista de ser una marca universal, como el movimiento de las mujeres.

Hay tanto para hacer en términos de violencia, paternidad, accidentes, salud y enfermedad, ideales coercitivos, sexualidad, para nombrar algunos temas pendientes. Cuando los varones dejemos de creernos que somos el sexo dominante, el paradigma de la humanidad, tenemos que empezar a preguntarnos, entre otras, cuestiones de este tipo:

¿Por qué estamos tan convencidos de que emocionarse es poco masculino?

¿Por qué la violencia —contra los otros, contra sí mismo— es una forma tan automática de zafar los conflictos?

¿Por qué para considerarse bien hombre hay que decir que sí a cualquier propuesta de sexo?

¿Por qué al momento de un divorcio (propuesto mayoritariamente por las esposas) son los varones los que se van del domicilio?

¿Por qué damos por sentado que en el juego es más importante ganar que disfrutar?

¿Por qué es natural que los trabajos de riesgo sean desempeñados mayoritariamente por varones?

¿Por qué solemos delegar la crianza de nuestros hijos en las mujeres? ¿Por qué nos la perdemos?

¿Por qué los muertos por accidentes o deportes de riesgo tienen semejante protagonismo masculino?

¿Por qué estadísticamente nos morimos 7 u 8 años antes que las mujeres?

¿Por qué con tanta frecuencia los jueces y el sentido común suponen que los hijos, luego de la separación son "naturalmente" tenencia de las madres y no de ambos padres?

¿Por qué seguimos creyendo que es normal, natural que en las guerras los hombres sean el sexo descartable?

Hay tantas preguntas como comportamientos habituales que no benefician a los hombres (ni tampoco a las mujeres) y sí, en cambio, al sostenimiento de una falsa idea de virilidad. En fin, algunos privilegios masculinos cuestan demasiado como para seguir soslayando estas cuestiones.

Por suerte, acá, en Argentina, se están produciendo algunos movimientos indispensables, como la "Asociación de Nuevos Padres" y otras que luchan por una paternidad involucrada, también los estudios aislados que tienen a la condición masculina como eje. Y también, claro, todos los varones y mujeres, que están cuestionando que se debe ser hombre de una sola manera. Con un modelo tan exigente, como empobrecedor. Hablar de masculinidades, así en plural, podría ser el puntapié inicial para repensar las cuestiones de los varones, más en términos de personas y menos de simulacros.

Enviado por Julio Trucco

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Los chicos opinan sobre sus derechos

"Es muy dificil decirle a alguien que mide el doble que vos quete respete".

Piden ser cuidados y queridos. saben que les corresponde tneer accesoa la educación y a la salud.
Pero también conocen los límites entre la teoría y la práctica y cuestiones el papel de los adultos.

Los derechos del niños son como la Constitución, hecha para los chicos. La ténés que cumplir como una ley. "La frase pertenece a alguien con una rodilla lastimada en alguna cancha de fútbol y los bolsillos llenos de figuritas de Pokémon. Un argentino que ya se siente un ciudadano.

 

Su visión se reproduce en la maoría de las escuelas de nuestro país, donde hoy se, enseñan y se discuten estos principios como parte de la educación básica. Se trata de diez principíos fundamentales que sintetizan un documento mucho más extenso: la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en noviembre de 1989. Este mismo documento fue ratificado por Congreso de la Nación e incorporado a la Constitución Nacional (artículo, 75) desde 1994.

Más allá de la letra escrita, Clarín Mujer quiso conocer qué signíficado tienen estas ideas en la vida cotidiana de los chicos. Para eso se reunió con un grupo de alumnos de séptimo grado de la Capital Federal, hijos de profesionales, empleados y comerciantes. Allí, estos pensadores de 12 años sostuvieron sin prejuicios -y sin inocencia- que sus derechos no están debidamente garantizados en el país dónde les tocó crecer. Estas son sus definiciones:

¿Qué significa tener derechos?

Matías Arguelles: Los derechos son cosas que podés hacer sin que te las prohiban y sin que le molesten a nadie.

Martín Biderman: Los derechos son una manera de que haya más justicia para los chicos.

Carla Moya: Porque es mucho más fuerte tener un derecho que decir: "No quiero que me pegues".

Leandro Trupp: O que no nos quiten ciertas cosas como el amor, la salud y que podamos estudiar.

Valeria Villaseca: Pero a la mayoría de los chicos no se los respeta. Pensá cuántos hay que duermen en la calle, que son explotados, que los mandan a mendigar o a trabajar y que les pegan. Cuanto más pobre sos, es peor, a veces ni tienen derecho a ser queridos.

Lucía Campins: Para mí, es la gente mayor la que nos tiene que ayudar.

Felipe Sartoris: Claro. Porque es muy dificíl decirle a un grandote que mide el doble que vos que te ayude.


¿Por qué algunas personas no respetan los derechos de los niños?

Valeria: Hay gente grande que se descarga con nosotros. Porque piensan que la vida fue injusta con ellos.

Lucia: Hay otros que hablan de los derechos del niño, pero no hacen nada para defenderlos. Hablan para quedar bien.

Maite Guellerrnan: O tal vez no saben córno hacer para ayudar a los chicos.


Pero entonces, si algunos adultos no los respetan, ¿de qué sirve conocer esos derechos?

Valeria: Si un adulto no me respeta, aunque yo le diga que tengo derechos no le va a importar. Pero yo le puedo avisar a otro adulto para que se queje.

Nacho Pfingsthorn: Aunque yo no me pueda defender hoy, si yo sé mis derechos, cuando sea grande no, voy a hacerles mal a mis hijos.

Leandro: Y puedo tener el poderío para hacer que los demás lo cumplan.

Florencía Chabenderían: A mí me parece que conocer los derechos te sirve para saber con qué clase de personas estás. Porque sí no, podés llegar a creerte que está bien que te peguen, que es normal.

ALEJANDRA TORONCHIK

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NUEVA PATOLOGIA DE PAREJA: MUJERES FUERTES, VARONES... NO TANTO
Frágil, frágil como marido posmoderno

Muchas parejas que se creen distintas preservan la lógica del “fuerte” y el
“débil”, sólo que con roles cambiados.

“Todo emparejamiento supone la elección de un otro privilegiado.”

 

Por Norberto Inda *

Una casuística frecuente en nuestras consultas es la de mujeres emprendedoras, activas, con características innovadoras en relación a las definiciones tradicionales. Y de varones que, en cambio, parecen más resistentes a la revisión de sus mitologías genéricas y apegados a los formatos conocidos. Sin presuponer ninguna generalización, este vínculo caracteriza un tiempo en el que el eje de las transformaciones lo han protagonizado las mujeres. El feminismo teórico y político viene produciendo desde hace décadas acciones y pensamientos tendientes a desbaratar una injusticia histórica, la del lugar subrogado de la mujer en relación a los varones, semantizados como ejes de la cultura y paradigmas de lo humano.
El patriarcado se caracterizó por: a) el control de la fecundidad de las mujeres y su reapropiación por los varones; b) la división sexual del trabajo y de las cualidades cognitivas; c) un sistema de parentesco por el cual las mujeres son objeto de intercambio entre varones; d) la mujer, pensada por los imaginarios y por la ciencia (masculina) como “lo otro” del hombre, colocado como ideal humano. Estamos asistiendo a un tiempo, posterior y contemporáneo a la revolución femenina en que: a) las tecnologías reproductivas y los métodos contraceptivos habilitan a las mujeres al control de su propia fecundidad y a ser quienes pueden decidir la paternidad de los hombres (los recientes casos de Xuxa y Madonna implican hacer del hombre un mero semental); b) visualizamos un progresivo reparto económico del mundo y de los recursos cognitivos de las mujeres con los hombres; c) una recuperación creciente de su lugar de sujetos con derecho pleno, voz propia y no sólo objetos.
Estos cambios, sin barrer las diferencias entre varones y mujeres, enfatizan los elementos semejantes y deberían favorecer la igualdad de derechos. Lo cierto es que, en el interior de estas parejas, visualizamos la pregnancia de lo des-parejo.
Las mujeres están ocupando progresivamente todos los lugares habitualmente vinculados a los varones, pero la inversa no ocurre de manera equivalente. En términos generales, los varones aún no han positivizado ni los roles domésticos ni los de crianza, ni los valores ligados a la vincularidad, ni a la pasividad. Las prescriptivas de la “masculinidad y la femineidad” hegemónicas se tornan obstáculo al momento de problematizar los vínculos de pareja. Estas emblemáticas son creencias compartidas, y es esta participación silenciosa en las representaciones lo que constituye la fuerza y la perdurabilidad de un sistema de dominación. Las mujeres contribuyeron al patriarcado con su aceptación de la capacidad superior de los varones, como la delegación masiva, por parte de los varones, en las mujeres, del universo socio-afectivo.
La hipótesis de la semejanza entre los sexos conduce más fluidamente a las relaciones de simetría entre mujeres y varones. A posibilitar una alternancia creativa en los roles que ya no son sustanciales al sexo (o al género), sino potencialidades de funciones múltiples que varían con el paso del tiempo histórico y los tiempos individuales. ¿Por qué estas parejas de mutantes, de “gemelos de sexo distinto”, se reinstalan en la complementariedad?
Todo emparejamiento supone la elección de un otro privilegiado en su capacidad de reconocimiento. Si todo encuentro es un des-encuentro, dado que, en la línea del narcisismo, el Ideal, puesto en la espera de ese otro, irremisiblemente cae, también es des-encuentro toda vez que el otro y su género condicionan un reconocimiento que queda esclavizado a los determinantes instituidos. Es un re-conocimiento con valores pre-pautados, sin calidad instituyente ni fluidez en los intercambios. Las parejas de las que hablamos mantienen estas características, con un cambio de roles: ahora las mujeres aparecen como fuertes, con mayor movilidad, y los hombres como débiles, fragilizados, en la medida en que los atributos que apuntalaban su identidad no les son, ahora, privativos. Otra salida ante la impotencia es la hipertrofia de los valores tradicionales de la masculinidad, como por ejemplo las distintas formas de violencia. Como dice el refrán: “Detrás de toda gran mujer, hay un hombre tratando de pasarla”. Son parejas en las que las diferencias trasmutan en desigualdades. Hubo intercambio de papeles, pero la lógica es idéntica. La interdependencia mutua, al no ser reconocida, se expresa en las oposiciones activo-pasivo, arriba-abajo. Estas oposiciones, ocultan, al presentarse como opuestas, su interdependencia. Para que haya alguien “potente”, debe consignarse un “fragilizado”, pero la diferencia entre entidades está basada en la negación de las diferencias que están dentro de las entidades. En este sentido, la pareja, como transacción entre lo pulsional y los imperativos culturales, es un campo magnético para la dicotomización y la implementación de una complementariedad a predominio alienante.
La identidad masculina en Occidente fue construida regularmente en oposición jerárquica a la posición de la mujer como objeto devaluado o reenviado al misterio. En ambas conclusiones el mito, la mirada androcéntrica, se superpuso al conocimiento.
El feminismo político y teórico abrió la batalla a esta injusticia histórica e inauguró una mirada desde las mujeres, que al mismo tiempo hizo luz sobre un sistema de dominación, en el cual las diferencias trocaron en desigualdades. Los men’s studies han inaugurado un campo de trabajo imprescindible: aquel en el que los hombres puedan ser pensados no como guerreros, científicos, deportistas o estadistas, sino como personas. Estos desarrollos, junto a las narrativas psicoanalíticas, están dando cuenta de la complejidad de las formas de subjetivación masculina.
El cambio de posición de la mujer y las profundas modificaciones culturales muestran a muchos varones perplejos. Corridos los sostenes identitarios, son aún pocos los que pueden elaborar formas de subjetivación sobre otras bases que no sean el dominio, la actividad y la suposición de saber. La creciente constatación de la semejanza –en posibilidades, en capacidades– con las mujeres debe ser desmentida al representar una amenaza a la especificidad. Los comentarios que desde lo consciente enarbolan la necesidad de vínculos simétricos con las mujeres no siempre van de la mano de los hábitos conductales y relacionales, más cercanos a los valores tradicionales que forjó la modernidad.
La estructura valorada de la individuación en nuestra cultura privilegió la separación por sobre la dependencia y esto fue más ejercitado en la socialización de los varones. El vínculo de pareja supone una fuerte dependencia mutua que en los formatos tradicionales incluyó una polaridad de funciones y talentos complementarios que hacían perder un vasto capital cognitivo e instrumental, depositado masivamente en el otro del vínculo. La configuración “mujeres fuertes - hombres fragilizados”, es una reedición de la misma novela. Gabriel García Márquez le hace decir a un personaje varón: “En mi casa se hace lo que yo obedezco”.
¿Cómo deslindar masculinidad de virilidad en una cultura que alienta el ideal triunfalista por sobre los lazos solidarios? La masculinidad supone un ejercicio permanente que la confirme y destierre los rasgos de fragilidad, semantizados como femeninos o poco viriles. Ya Sigmund Freud entrevió que “lo que para la mujer es la envidia del pene, es para los hombres el temor a la pasividad, confundida con feminización”. Pues bien, este vínculo nos muestra las fragilidades del varón como contrapartida de una atribución de ciertos poderes a la mujer. La semejanza de ciertas capacidades es vivida como pérdida de la especificidad y no como una nueva versión del ejercicio de un vínculo.

* Psicólogo, investigador sobre temas de género.

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"El desafío de ser Padre", Revista Viva, Domingo 11 de junio de 2000

Nos brinda una mirada respecto del rol paterno a lo largo de la historia que subraya como el ser papá es una construccion que ha cobrado diversos perfiles a través de las épocas.

Hay una hora del día en que a Miguel D'Amato (42) la paternidad se le vuelve una condición sonora. Exactamente a las siete de la tarde, cuando gira la llave en la cerradura, al volver del trabajo, y escucha los primeros gritos del otro lado: "¡¡¡Es papaaaaaaaaaa!" Entonces, mientras Martina y Bruno, de 4 y 2 años, lo escalan como al Everest y le plantan besos propietarios por toda la cara, él se acuerda de su viejo. Ahí mismo, anclado entre dos abrazos, le vuelven de golpe a la memoria las luces del día que se apagan, los olores en la cocina que se encienden y su figura, de niño, contando con los dedos los segundos hasta escuchar esa otra llave, la que le devolverá a su padre.

Esa es la paternidad que no cambia, que es como es desde el principio de los tiempos y lo seguirá siendo cuando ya no queden indicios reconocibles del presente. Pero si el amor y la continuidad son la marca de fuego que definen todavía a esta relación única, todos los demás signos que hasta hace un tiempo distinguían a esta función han cambiado de cara, nombre y dirección. Ser padre ya no equivale más a: ser el principal proveedor económico de la familia, ser el jefe del hogar, ser el responsable de la educación moral y espiritual de los hijos, ser el encargado de ejercer la autoridad (en el sentido de "vas a ver cuando venga papá..."), ni mucho menos el que llama pronto a la mamá cuando los hijos se ensucian, se enferman, se entristecen o se comportan de alguna u otra forma indescifrable.

Lo problemático es que, si es cierto que el viejo guión ha caído casi por completo en desuso, el nuevo está en vertiginosa evolución. Tanto es así que muchos suponen que tal guión no existe y lo único válido hoy por hoy es la improvisación.

Hay quienes miran este fenómeno con ojos de alarma. En su libro El buen hombre de famílía: la paternidad y la búsqueda de la felicidad en Estados Unidos, el sociólogo David Blankenhom dice: "La paternidad como rol social se ha reducido en dos sentidos. Por un lado, se ha achicado: hay simplemente menos cosas que siguen siendo socialmente definidas como obligaciones del padre. ( ... ) Y segundo, se ha convertido en menos importante, menos socialmente valorado. Mucha gente muy influyente hoy argumenta que los padres no son finalmente tan importantes".

Sin embargo, las conclusiones de la mayoría de los estudios realizados en los últimos diez años acerca del rol del padre en la familia apuntan en sentido contrario: todo indica que la función patera tiene una influencia profunda en el desarrollo social, emocional e intelectual de sus hijos. Un área en la que cada vez se confirma más esta realidad es en el desempeño escolar. Un estudio realizado por el Centro de Educación Nacional de Estados Unidos, en el que se entrevistó a casi 17.000 padres de chicos de 3 a 17 años en todo el país, determinó que las familias en las que el padre -y no sólo la madre- tomaba un interés directo en la educación de sus hijos, el resultado se veía no sólo en notas más altas, sino en casi la mitad de posibilidades de sufrir sanciones disciplinarias (suspensiones o expulsión) o repetir un grado. Además, el interés paterno fomentaba también una mayor satisfacción de los chicos con la experiencia escolar.

El estudio también reveló que, aunque los padres separados que no tienen la tenencia son menos proclives a participar en actividades escolares, cuando lo hacen producen los mismos resultados positivos. Esta es una de las primeras investigaciones que individualizan la contribución de padre y madre en la educación de sus hijos y fue encargada especialmente por el gobierno de Bill Clinton, como parte de un esfuerzo general por revalorizar la figura del padre.

La misma convicción ya se volcó a las empresas. Muchas compañías de vanguardia incorporaron una serie de políticas catalogadas como "Family friendly" (favorables a la familia), que extienden a los padres beneficios como horarios flexibles, licencias en caso de enfermedades de los hijos y semana laboral comprimida.

Un sondeo de la investigadora Maureen Black, de la Universidad de Maryland, mostró que aun en el caso de padres que no viven con sus chicos, su participación activa en la crianza les depara a los niños un mejor desarrollo verbal y cognitivo. La mayoría de las investigaciones destinadas a precisar el exacto grado de influencia del padre se han realizado por la vía negativa: estudiando a familias que no gozaron de su presencia. Un estudio se concentró en la situación de las hijas, que, según destacan varios especialistas, padecerían dificultades en la consolidación de su imagen femenina a carecer de un sólido referente masculino. En este estudio, citado por el Clinical Social Work Journal de EE.UU, las niñas y jóvenes cuyos padres desempeñaban el rol de un visitante ocasional en sus vidas sufrieron: 1. ansiedad de separación intensificada, 2. negación de los sentimientos vinculados a la pérdida del padre, 3. identificación con el objeto perdido, 4. apetito voraz por los hombres.

En una investigación del Hospital Psiquiátrico Infantil de la Universidad de Michigan, EE.UU., las niñas sometidas a la misma situación presentaron otra clase de síntomas. Un 63 por ciento evidenció fobias, depresiones y cambios bruscos de ánimo, el 56 por ciento un deterioro en su desempeño escolar y un 43 por ciento mostró agresión hacía sus padres.

En cambio, en casos de padres separados en los que el padre mantenía una presencia importante en la vida de los hijos, estos efectos se veían muy atenuados. Otro estudio citado por el Departamento de Salud de EE.UU. relata que los chicos que viven con una mamá divorciada y ningún contacto con el padre son el grupo más propenso a la híperactividad, baja autoestirna y trastornos de conducta.

Pero el fenómeno de padres ausentes no es sólo cuestión de estadísticas extranjeras. El padre Luis Farinello tiene las propias, y le aprietan el alma. "De los 3.800 pibes que bauticé el año pasado, el 81 por ciento eran hijos de mamás solteras o separadas. El otro día en la misa pregunté: ¿Alguien quiere pedirle algo a Dios? Un chiquito levantó la mano y cuando le pregunté: '¿Qué querés pedirle?', me contestó: 'Que papito vuelva a casa'. Ante tanta carencia, el padre Luis confiesa que hoy se siente más padre que nunca. "Los pibes necesitan las pequeñas cosas, que alguien los acompañe al partido, a ver a su equipo, esas cosas. Eso es lo que intento darles".

Pero así como la actual incertidumbre de roles asusta a tantos, es claro que para otros fue terreno fértil para descubrir una vocación. Miguel D'Amato seguramente se contaría entre estos últimos. Miguel es dueño de una librería universitaria en el barrio de Caballito. Su rutina diaria le deja unas tres horas para compartir con sus hijos y son las tres horas que mejor aprovecha en el día.

A las siete de la mañana se despierta y levanta a Martina. La viste, desayuna con ella y la lleva al jardín. "Cuando está con mucha chinche, el ritual es hacerle rápido un cubanito con dulce de leche. Y antes de salir siempre elegimos un libro y un compact para poner en su mochila para que lea y escuche con sus compañeros", cuenta Miguel. Durante el viaje en auto juegan a adivinar los nombres de los árboles, y en la puerta del jardín es chau hasta las siete de la tarde cuando, llave de por medio, se volverán a encontrar. Para estar accesible a sus hijos durante el día, Miguel programó el número de la librería en el teléfono de su casa para que puedan llamarlo con sólo apretar un botón. "Y cuando llego, me olvido de todo lo que no sean ellos. Prefiero levantarme a las 5 de la madrugada y trabajar antes de que se despierten". Muchas salidas de sollohan encontrado así, trabajando a solas en la casa dormida, robándole tiempo al tiempo para preservar aquello que no se mide en horas, pero las demanda.

El modelo de padre que representa Miguel es una novedad histórica, no tanto porque se haga cargo de sus hijos sino por la manera en que lo hace. Un par suyo del siglo XVIII también se hubiese hecho responsable. De hecho, hasta el final de ese siglo, los manuales de crianza estaban dirigidos a los padres, los casos de divorcio se resolvían siempre a favor del progenitor masculino y toda la correspondencia de esa época entre padres e hijos excluía por completo a la madre. Los padres eran, además, tutores de la educación moral y religiosa de su descendencia. Eso sí, todas estas funciones se cum plían a una distancia prudente de las caricias, la! emociones y demás signos de debilidad.

Con la industrialización, el trabajo salió de las casa: y los padres también. El siglo XIX nació con un árnbito doméstico feminizado. Se empezó a ver a la infancia como una etapa distinta y separada del resto de la vida, y a las madres como las más capacitada para comprenderla. Y para el 1900, un observador decía que el padre se había vuelto "una presencia puramente domínical". Por muchos años más, el hombre mantuvo el título de jefe del hogar, pero las pequeñas, vitales decisiones de la crianza diaria eran ahora coto exclusivo de la madre.

En la década del 50, el sociólogo Talcott Parsons ensanchó aún más la brecha entre madre y padre al etiquetar a la función materna como "expresiva" y la paterna como "instrurnental". La idea era que la madre alimentaba afectivamente a los hijos para que pudieran establecer relaciones sanas y conocer sus propias emociones. El padre, en cambio, representaba al afuera: distante, atractivo, vinculado al universo de las metas y los desafíos.

Alrededor de 1969, la Teoría del Aprendizaje Social propuso al padre como el modelo para los rasgos masculinos en los hijos. Según este razonamiento, los hijos aprendían a ser hombres de sus padres y las hijas aprendieron a buscar estas características de sus padres en novios y futuros esposos.

Por fin, con los cambios sociales de la segunda mitad del siglo XX, se fue abriendo de a poco un lugar para que los padres comenzaran a considerarse otra vez protagonistas en la crianza a la par de sus mujeres. Y hoy, entrando al nuevo siglo, hay familias en las que los roles tradicionales se han invertido casi por completo. Esto debe pensar Eduardo Lascano (41), cuando planifica su día, que empieza por levantar a Micaela, su hija de ocho años, llevarla al colegio y volver para emprender las actividades diarias: cocinar, lavar, planchar y coser.

Como tantos argentinos, Eduardo busca trabajo desde hace más de un año. El sostén económico de la familia lo provee su esposa, Silvia, que trabaja de lunes a viernes durante nueve horas como declaradora en un Despacho de Aduana. "A mí me pone muy contenta que papá no trabaje, porque así estamos juntos mucho más tiempo", dice Micaela. Y el papá no la contradice. "Fue un cambio bueno poder estar más con mi hija. Además, el año pasado Micaela estuvo intemada un mes, y daba las gracias de poder pasar todas las noches con ella". Micaela todavía recuerda las épocas en que no veía a su papá en todo el día, y esto realza aún más el sabor de las tardes de hacer tortas a cuatro manos y embadurnar de crema la cocina. Hasta que aparezca un trabajo, Eduardo aprovecha las noches para terminar el secundario e intercala sus deberes con el lavarropas y la plancha. El viernes es el día destinado a la limpieza general -para que su esposa no tenga que levantar un dedo el fin de semana-, y es el lunes el que se le hace más trabajoso. Acaso sufra un poco esa suerte de encierro que aqueja a las amas de casa cuando pasa el fin de semana y el tiempo de socializar. Pero, excepto de tener que limpiar los vidrios, Eduardo no se queja de nada.

No hay dudas de que los roles se han flexibilizado. Antes la madre era la proveedora de ternura y el padre era la ley. Ahora los dos son capaces de contener a los hijos afectivamente y ambos pueden y deben poner límites", dice el psicólogo Ricardo Levy, autor de "Cuando es preciso ser padres". Y explica que "si bien es cierto que ahora, con el auge del divorcio, hay muchos chicos que no ven a sus padres todos los días, lo que cuenta en realidad no es tanto la presencia diaria como la constancia y la accesibilidad: que el chico sepa
cuándo y cómo puede contar con el padre, que sepa dónde encontrarlo. Un padre que ve al hijo los fines de semana nada más puede ser más presente y contenedor que otro que está todos los días, si éste no escucha al hijo o es tan impredecible que el niño no puede contar con él".
Lo que sí preocupa a Levy es la actitud "moderna" de muchos padres respecto de la disciplina. "Me parece que pasamos del modelo de la familia Ingalls, con un padre perfecto, distante, incorruptible, al modelo de los Simpsons, en el que el padre es inmaduro e infantil. O sea, de un modelo familiar dictatorial a uno anárquico. Ultimamente veo mucho en el consultorio un estilo de padre que yo llamo 'padre niño' y otro que denomino 'padre blando': el primero es el que se ubica en un plano simétrico con los hijos, funcionando como un hermano o un amigo, o en un lugar desde el cual la jerarquía se invierte y el hijo domina. Ejemplos de esto serían un padre que hace 'travesuras' con su hijo: lo lleva a andar en moto a toda velocidad o le regala un rifle de aire comprimido. El 'blando' es el padre difuso, débil, incoherente o voluble, que no funciona como figura de autoridad y por lo tanto no contiene. Por ejemplo, un padre que dice a todo que sí, o que se somete al hijo con una actitud de 'yo, con vos no puedo'."

Explica Levy que las consecuencias de un 'padre niño' son sentimientos de desamparo, dificultad para incorporar reglas, o conductas de pseudoadultez para compensar, mientras que un padre blando provocaría en sus hijos sensación de vacío y carencia afectiva, problemas de atención o tendencia a los accidentes. Pero el especialista enseguida aclara que todos podemos tener alguna de estas actitudes en alguna ocasión, y esto en sí mismo no es peligroso. "Sólo es grave cuando se actúa así en cada situación."

Si hay alguien a quien nadie acusaría ni de una ni de otra modalidad es al doctor Carlos Contepomi, traumatólogo de San Isidro que crió a ocho hijos y a varios más que se fueron acoplando al clan, con una organización y claridad de propósito que más de un gobierno envidiaría. Todo padre está orgulloso de sus hijos, pero Contepomi lo está de tal grado que sus palabras se desvían una u otra vez a relatar las virtudes de uno, las hazañas del otro, al punto de casi no poder sostener frase alguna que empiece con el primer pronombre singular. De hecho, duda mucho antes de aceptar una entrevista, y finalmente accede sólo porque siente que ver que ver a sus hijos desenvolverse hoy, que casi todos son adultos (el mayor tiene 36, la menor 16) es una buena confirmación de que sus ideas sobre la crianza no estaban erradas. Entre su prole hay una terapista fisica, un sacerdote, un administrador de empresas, un periodista, una profesora de sordos, un estudiante de medicina y un licenciado en marketing mellizos (que son, además rugbiers famosos) y una estudiante de secundario que ya descuella en el piano. En otras palabras, talento suficiente para fundar una pequeña ciudad.

"Creemos más en el estímulo que en la sanción", dice el médico, "creemos en enseñar valores, y sobre todo creemos en el ejemplo". Imitando a su padre sarmientino, los hermanos se autoimpusieron una competencia: ganó el que no faltó ni un solo día en los cinco años al secundario.

Pero si bien los valores a los que adhiere esta familia de formación católica son nada menos que las cuatro virtudes aristotélicas (justicia, fortaleza, templanza y prudencia), cada una introducida a su debida edad, Contepomi subraya: igualdad de valores, sí, pero diversidad en la elección. Una vez que nuestros hijos ya estaban formados, nunca interferimos con sus decisiones".

El espíritu de esta familia florecía como nunca en las vacaciones. La costumbre era ir al sur, en carpa, a escalar montañas o bajar ríos en balsa. En una excursión llegaron a ser 25 (siempre se sumaba alguna otra familia), y tuvieron que recorrer todo Bariloche en busca de balsas para acomodarlos a todos. "Estas experiencias fueron muy formadoras para los chicos: les enseñaron a correr riesgos, a medir sus fuerzas, a buscar objetivos y luchar por conseguirlos. No me sorprende que todos hayan crecido como líderes, en el colegio y entre sus amigos. Se tienen mucha confianza", dice el papá. "Una parte divertida fue una costumbre que inventamos. Cada día de campamento dos miembros de la familia tenían que encargarse de hacer todo el trabajo del día: planificar el menú, limpiar y poner la mesa y demás. A la mamá y a mí siempre nos tocaba con los más chiquitos para equilibrar. Lo divertido era imaginar qué iba a resultar el día que le tocaba al más vagoneta o al más tronco." A través de los años, la casa de los Contepomi se enriqueció con largas estadías de numerosos sobrinos. Y hace algunos años también se sumaron al hogar cuatro hijos de una pareja muy amiga que falleció, de los que el médico habla con el mismo amor y orgullo de padre.

"Creo que si algo ayudó a que los chicos siempre se llevaran bien, fue el hecho de tener reglas claras y exigirles, antes que nada, respeto. Tenemos prohibidas las malas palabras, por ejemplo. Una vez, hace años, uno de mis hijos vino corriendo acontar, alarmado, que otro había dicho una mala palabra. Le pregunté cuál y contestó: '¡ Dijo tarado!'. Era una regla que se respetaba."

Pero el médico no quiere hablar de su paternidad sin subrayar que nada de esto hubiera sido posible sin las artes de madre de María Elena, su mujer, con quien además de la crianza ha compartido proyectos, como diseñar un curso para padres en el ámbito de la Iglesia Católica. "Ella es la que realmente lo hizo posible. Siempre compartimos los objetivos en cuanto a los chicos y siempre su pimos que la única base era el arnor".

Paradójicamente, señala la psicoanalista Adriana Franco, muchos papás de esta era llegaron a la misma conclusión -que los chicos vienen primero- sólo después de separarse. "Eran padres que delegaban casi toda la crianza en sus mujeres y no se enteraban demasiado de qué les pasaba a sus hijos. Al tener que quedarse solos con ellos y pasar a ocuparse hasta de los más mínimos detalles, al menos en sus días de visita, es como si los hubieran descubierto." Franco, que es profesora en la cátedra de Clínica de Niños y Adolescentes en la Facultad de Psicología de la UBA, indica que a veces las madres se quejan de que estos padres "novatos" no cuidan bien a sus hijos. "En realidad, sí que los cuidan bien, sólo que diferente. No les corren atrás con el saquito para que no tomen frío ni les impiden que se ensucien y se embarren. Pero esa sensación de libertad y autonomía que les brindan es tan fundamental para el desarrollo de los chicos como la mirada más cuidadosa de la mamá."

No hay más que mirar a Pablo Lena y a su hijo Bautista jugando en su casa en una tarde cualquiera para comprobar esta afirmación. El júbilo se dibuja en la carita del niño en cuanto se entregan a cualquiera de sus pasatiempos compartidos: correr carreras en el jardín, andar en bicicleta, saltar en la cama elástica o -lo mejor de todo jugar al "sac", un invento familiar que consiste en luchar hombro a hombro pero sin lastimarse. "A los 17 años yo decía que a los 30 iba a tener un hijo y mi proyecto se cumplió. Pero de qué se trataba esto de ser padre, eso sí que no lo imaginaba". Lena, actor y esposo de la conductora infantil Reina Reech, dice que no le gustan los lugares comunes pero que a éste no puede escaparle: "Lo que dice la gente es verdad. Con cualquier otra cosa uno puede informarse. Pero tener un hijo es algo tan luminoso... no tiene antecedentes".

Hoy Bautista entró al jardín dormido en brazos de su papá. En el aula, Pablo se sentó en una sillita de madera tamaño gnomo y se quedó un rato largo en silencio, cobijando a su hijo a upa. Bautista fue abriendo de a poco, muy de a poco, sus ojos cristalinos, mirando de reojo los juegos de sus compañeritos, enterrando nuevamente la nariz en el aroma del papá, y así una y otra vez hasta que se sintió con fuerzas para valerse solo, entonces Pablo le dio un beso y se fue, cerrando la puerta del aula sin mirar atrás. Y dejó impreso en el aire todo un retrato de época. Allí estaba el papá moderno, el que mima y nutre y está. Allí estaba el papá de siempre, el que se va sin miedo y no espía por la ventanita de la puerta, como tantas mamás en esos días en que a su hijo le costó despegarse. ¿Los nuevos padres lograrán, finalmente, encamar a un tiempo lo mejor de ambos mundos? La naturaleza humana, se sabe, es una cosa maleable. Sobre todo cuando le dan forma manos tan chiquitas a.

Entrevistas: Yanina Kinigsberg y Jessica Fainsod.

Producción: Audrey Liceaga.

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LA AMISTAD VERSUS EL PODER
Por Dardo Scavino
Publicado en el suplemento Cultura y Nación de Clarín, el 25 de abril de 1999

Sin cooperación social no hay nada, ni el diario que usted está leyendo, ni los productos que aquí se promueven, ni siquiera usted y yo, que vivimos, entre otras cosas, gracias a los alimentos que otros producen, y que además somos productos de esa comunidad, desde el momento en que nuestra subjetividad, nuestras costumbres, nuestras creencias y hasta nuestros gustos más personales fueron forjados por una vasta empresa colectiva. Nada existe sin esa cooperación productiva, sin esa colaboración estrecha entre los miembros de una sociedad. La cooperación, por consiguiente, no puede ser suprimida. Y sin embargo, el poder siempre se las arregló para negarla o escamotearla de diferentes maneras. Maquiavelo ya lo había dicho hace más de cuatro siglos: "Divide e impera". ¿Pero como dividir sin destruir la solidaridad necesaria para que la cooperación siga existiendo? ¿Cómo evitar que la potencia productiva de la cooperación se convierta en potencia política de quienes cooperan? Es todo el secreto del poder. Michel Foucault lo decía de otro modo: "el poder socializa, agrupa y compone, por un lado, pero individualiza, serializa y descompone, por el otro". Jeremy Bentham había ideado un dispositivo capaz de realizar esta compleja operación, el "panóptico". Se trataba de disponer a los individuos en celdas separadas de manera que no tuviesen relaciones con los demás, aun cuando cada uno realizara, al mismo tiemo una parte de un trabajo colectivo. En Vigilar y Castigar Foucault mostró como este dispositivo carcelario, pero también fabril o escolar o militar, se extendía febrilmente a la sociedad entera, de manera más abstracta, por supuesto, y mucho menos perceptible. El dispositivo se convertía así en un diagrama. Pero su función seguía siendo la misma: evitar que la cooperación productiva se convirtiera en solidaridad social y política. Consúltese la sección VII del primer libro de El Capital, donde Marx le dedica algunas páginas agudas a las teorías de Bentham, y se podrán encontrar los orígenes del pensamiento de Foucault al respecto. Recuerdese como el filósofo criticaba las "robinsonadas" de ciertos teóricos sociales, y se podrá comprender porqué Foucault se preocùpó por hacer la genealogía del "individuo" moderno o las prácticas y los discursos que constituyeron, a lo largo de la historia, ese personaje (a)social y, en cierto modo, (a)político(....) En lugar de preguntarnos ¿quiénes somos?, contestaba entonces Foucault, deberíamos pensar qué relaciones podemos establecer con los otros para romper la serialidad impuesta por el poder, es decir, por aquel diagrama panóptico. De ahí la importancia que adquiere la "amistad" en sus últimos escritos y entrevistas. Justamente, una de las características de la modernidad consiste en relegar la amistad al ámbito privado, a la intimidad, para considerar que las relaciones públicas son eminentemente contractuales, jurídicas e institucionales ¿No se nos enseñó que nuestra libertad termina donde comienza la libertad del otro? Como si la libertad, nuestra potencia de hacer o de crear, no aumentara cuando nos asociamos con los demás. En este sentido, ¿podemos pensar hoy una práctica política de la amistad semejante a la philia de los griegos? ¿El grupo de camaradas o de compañeros como resistencia al poder? Era la pregunta que repetía Foucault antes de su muerte, antes de reunirse con quienes la formularon en otras épocas: Epicuro, Lucrecio, Etienne de la Boètie, Spinoza o Bergson. Como si la filosofía no fuera sólo amor a la sabiduría sino también una sabiduría de la amistad. ¿Una ética? Foucault habló alguna vez de la ética como una "introducción a la vida no fascista", y tal vez ésta sea la mejor expresión para calificar su pensamiento: "El individuo es el producto del poder -escribía en 1977-; hay que desindividualizar por la multiplicación y el desplazamiento de diversos agenciamientos; el grupo no debe ser el lazo orgánico que une individuos jerarquizados sino un constante generador de desindividualización".

 

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